Paseo dominical
El sábado no trasnoché. De este modo el domingo me levanté pronto y me lancé a redescubrir esta maravillosa ciudad que enamoró a Antón Castro y Miguel Mena entre otros y que me tiene cogida el alma. Me encantan los domingos por la mañana en Zaragoza. Tienen ambiente de paseo. Es momento para el deporte, para la creación, para el suspiro. Además tenía la excusa perfecta: debía estrenar la cámara de fotos que me compré hace unos días.
Fui por la orilla del río hasta el puente de Piedra, y me acerqué a leer una vez más la inscripción de la cruz que hay en el lugar donde mataron al Padre Boggiero y al cura Sas. Siempre me sorprendió que, con la ciudad ya rendida, los franceses perdonaran la vida a Palafox pero no a Boggiero. Y es que supongo que para cualquier imperio, alguien con capacidad para pensar y hacer pensar es muy peligroso.
Fui por detrás de la Lonja y llegué hasta la plaza de San Bruno. El mercadillo de los domingos es apasionante. Lo mismo puedes encontrar el casco de un agente de Scotland Yard, que un libro de corte y confección de los años 40. Farolillos árabes, teteras, revistas antiguas, libros, colecciones de todo tipo, pañuelos, fulares, mantones de baturra, sombreros, máquinas de coser, microscopios antiguos, balanzas de precisión, ...
En la plaza había un campeonato infantil de fútbol a 3. Se trata de ese deporte parecido al fútbol, que se juega en una especie de jaula y en el que los equipos están compuestos por tres jugadores, incluido el portero que no puede tocarla con la mano. Creo haber reconocido al Pardeza del año 2015. El resto de chicos le sacaban al menos una cabeza, pero era habilidoso, con cintura, picardía y visión de juego. Sus regates en corto eran imprevisibles y los contrarios no sabían muy bien por dónde echar la pierna. A esas edades suelen notarse mucho las diferencias físicas, pero en este caso parecían jugar a favor del más débil. Este futuro Pardeza jugaba sabiendo que era el mejor sobre la moqueta del campo, exhibiendo autoridad. Sin embargo, pasaba la pelota, algo inusual en las estrellas de 9 años, que no tienen tendencia a levantar la cabeza para mirar a sus compañeros, ni a perder la ocasión para lucirse con un nuevo regate.
Entré en la Basílica y, tras comprobar que todo estaba en su sitio, subí por la calle Alfonso. Allí eché una moneda a la estatua de bronce de un Cow-boy que me apuntó bravucón con su pistola, sonrió y, tras tocarse el ala de su sombrero, volvió a su postura estática. Más que con esto, lo que realmente me hizo disfrutar fue la cara de sorpresa de un niño de unos 4 años que estaba allí con su padre dándose su paseo dominical. Me encantan las estatuas humanas por lo infantil que tiene su juego.
Callejeando llegué a la Plaza Santa Cruz. No entiendo nada de pintura, pero me encantan los domingos en esta plaza. Mirar los cuadros sin que nadie te atosigue para que los compres, respirar la libertad creativa que vive en esa plaza tan minúscula y que ahora además tiene ocupada la mitad de su superficie por unas obras interminables. Me quedé embobado mirando el cuadro de una mujer semidesnuda. No sé si me fascinó la postura de la modelo, la combinación de colores, o los trazos firmes del cuadro. Me inclino por la primera opción. La postura natural de esa mujer arreglándose con la mano su melena suelta, y el acierto del artista de ver en esa postura una bella imagen para un cuadro.
El resto del paseo fue una combinación de tapeo, cerveza y charla con un amigo que me encontré por casualidad. Nada fuera de lo normal.
En Zaragoza se equivoca el que se levanta de la cama y, por ser domingo, dice que no tiene nada que hacer.
Fui por la orilla del río hasta el puente de Piedra, y me acerqué a leer una vez más la inscripción de la cruz que hay en el lugar donde mataron al Padre Boggiero y al cura Sas. Siempre me sorprendió que, con la ciudad ya rendida, los franceses perdonaran la vida a Palafox pero no a Boggiero. Y es que supongo que para cualquier imperio, alguien con capacidad para pensar y hacer pensar es muy peligroso.
Fui por detrás de la Lonja y llegué hasta la plaza de San Bruno. El mercadillo de los domingos es apasionante. Lo mismo puedes encontrar el casco de un agente de Scotland Yard, que un libro de corte y confección de los años 40. Farolillos árabes, teteras, revistas antiguas, libros, colecciones de todo tipo, pañuelos, fulares, mantones de baturra, sombreros, máquinas de coser, microscopios antiguos, balanzas de precisión, ...
En la plaza había un campeonato infantil de fútbol a 3. Se trata de ese deporte parecido al fútbol, que se juega en una especie de jaula y en el que los equipos están compuestos por tres jugadores, incluido el portero que no puede tocarla con la mano. Creo haber reconocido al Pardeza del año 2015. El resto de chicos le sacaban al menos una cabeza, pero era habilidoso, con cintura, picardía y visión de juego. Sus regates en corto eran imprevisibles y los contrarios no sabían muy bien por dónde echar la pierna. A esas edades suelen notarse mucho las diferencias físicas, pero en este caso parecían jugar a favor del más débil. Este futuro Pardeza jugaba sabiendo que era el mejor sobre la moqueta del campo, exhibiendo autoridad. Sin embargo, pasaba la pelota, algo inusual en las estrellas de 9 años, que no tienen tendencia a levantar la cabeza para mirar a sus compañeros, ni a perder la ocasión para lucirse con un nuevo regate.
Entré en la Basílica y, tras comprobar que todo estaba en su sitio, subí por la calle Alfonso. Allí eché una moneda a la estatua de bronce de un Cow-boy que me apuntó bravucón con su pistola, sonrió y, tras tocarse el ala de su sombrero, volvió a su postura estática. Más que con esto, lo que realmente me hizo disfrutar fue la cara de sorpresa de un niño de unos 4 años que estaba allí con su padre dándose su paseo dominical. Me encantan las estatuas humanas por lo infantil que tiene su juego.
Callejeando llegué a la Plaza Santa Cruz. No entiendo nada de pintura, pero me encantan los domingos en esta plaza. Mirar los cuadros sin que nadie te atosigue para que los compres, respirar la libertad creativa que vive en esa plaza tan minúscula y que ahora además tiene ocupada la mitad de su superficie por unas obras interminables. Me quedé embobado mirando el cuadro de una mujer semidesnuda. No sé si me fascinó la postura de la modelo, la combinación de colores, o los trazos firmes del cuadro. Me inclino por la primera opción. La postura natural de esa mujer arreglándose con la mano su melena suelta, y el acierto del artista de ver en esa postura una bella imagen para un cuadro.
El resto del paseo fue una combinación de tapeo, cerveza y charla con un amigo que me encontré por casualidad. Nada fuera de lo normal.
En Zaragoza se equivoca el que se levanta de la cama y, por ser domingo, dice que no tiene nada que hacer.
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